La autoestima es una cosa que no sabemos explicar bien, pero que sabemos identificar sus niveles en otras personas. Es fácil darnos cuenta cuando una persona no tiene buena opinión de sí misma o cuando no se valora de forma positiva; sin embargo, quizá no es tan sencillo darnos cuenta de cómo nos valoramos a nosotros mismos.
Para definir la autoestima, podemos decir que es la forma en la que hablamos de nosotros mismos tanto en nuestro diálogo interno como con los demás. Esta forma de hablar sobre nosotros mismos presenta dos aspectos:
1. Un aspecto emocional que es la respuesta emocional automática de aprecio o de rechazo a nosotros mismos (¿qué sentimiento tengo hacia mí mismo?)
2. Un aspecto cognitivo que es la valoración de la suma de las evaluaciones que hacemos de nuestra lista personal de cualidades y atributos (¿qué es lo que pienso de mí comparándome con mi propio ideal?)
Las investigaciones muestran que una alta autoestima suele ir relacionada con un alto nivel de felicidad percibida y una participación útil en la vida en sociedad, y una baja autoestima implica emitir conductas nocivas hacia nosotros mismos, mantener actitudes intolerantes hacia otros y cierta propensión a la violencia. Pero hay que ser precavidos, ya que no siempre una alta autovaloración indica un buen ajuste social ni una baja valoración es sinónimo de inadaptación.
¿Cómo se construye la autoestima a lo largo de la vida?
En primer lugar, es importante conocer qué tipo de mensajes hemos recibido a lo largo de nuestro desarrollo. De pequeños, la noción que tenemos de nosotros mismos es simplemente el reflejo de las opiniones que los demás forman y difunden sobre nosotros. Ese mensaje ha ido calando y lo guardamos muy dentro... ¿nos hemos sentido queridos, amados y respetados en nuestra niñez? ¿Hemos recibido el cariño y el apoyo necesario para nuestro desarrollo? ¿Nos colocaron alguna etiqueta que no hemos podido quitarnos muchos años después? Cuantas más palabras positivas dichas por un adulto cariñoso e interesado hayamos escuchado de pequeños, mejor habremos desarrollado nuestras capacidades de razonar y de relacionarnos con los demás.
Aproximadamente a los dos años nos damos cuenta de las cosas que son importantes para nuestros padres o cuidadores y las expectativas que estos tienen hacia nosotros, de forma que buscamos obtener de ellos actitudes positivas o evitar las reacciones negativas. Buscamos “cumplir el papel que se espera de nosotros y, sobre todo, agradar a nuestros cuidadores”. Hay que prestar especial atención a qué es lo que elogiamos en otros niños y lo manifestamos en voz alta delante de nuestros hijos, porque les estamos transmitiendo qué cualidades son las que valoramos. Cada deseo o expectativa nuestra se va convirtiendo en un ideal para ellos y se sentirán muy decepcionados si sienten que no lo alcanzan en el futuro.
A los cinco años, nos preocupamos de lo que los demás piensan de nosotros. Sentimos vergüenza cuando fallamos y otros se ríen de nosotros o nos ridiculizan. Aproximadamente a los siete años ya interiorizamos y hacemos nuestras muchas de las actitudes y opiniones de las personas que nos rodean, formando nuestra primera opinión de nosotros mismos en base a esas influencias externas. La niñez es una etapa delicada, somos permeables y todo lo que nos dicen lo interiorizamos. Si nuestros mensajes son negativos, nuestros hijos crecerán escuchando ese mensaje negativo. Hay que ser extremadamente cuidadosos con las críticas.
En la adolescencia, hacemos nuestros muchos de los valores, prioridades y normas sociales que en realidad pertenecen a las personas que nos rodean. Especial atención merecen en esta etapa los valores del grupo de pares (amigos o compañeros), que ahora son mucho más importantes para el adolescente que los de sus padres o cuidadores. Además, hay que añadir lo que transmiten los medios de comunicación, que también se convierten en una fuente importante de actitudes, prioridades, normas y modelos. La adolescencia también es una transición compleja, y requiere de los progenitores especial comprensión y cuidado.
Ya en la etapa adulta, nos encontramos que nuestra autoestima está conformada en gran parte por todos los mensajes que hemos ido recibiendo a lo largo de nuestro desarrollo. Para poder cuidar esa percepción de nosotros mismos hemos de ser conscientes de todos esos mensajes y de todas las etiquetas que nos han colgado. Un buen ejercicio consiste en preguntarnos: ¿Cuáles de esos mensajes me transmitieron y todavía están en mí hoy en día? ¿Cuáles de esos mensajes son positivos? ¿Cuáles son negativos? ¿Cuáles de estos mensajes debería eliminar o cambiar para mejorar mi autoestima? Veamos algunas etiquetas/mensajes como ejemplo:
Soy tonto/nadie me quiere/soy aburrido/soy feo/soy malo/no merezco nada bueno/no soy normal/soy un culo inquieto/soy una catástrofe/soy la oveja negra de la familia/no tengo dos dedos de frente/soy un fracaso
¿Te dijeron alguno de estos cuando eras niño o adolescente y lo arrastras aún? Sé consciente de que no es la realidad, sino solamente la opinión de una persona que es o fue importante para ti. Intenta recordar quién te lo dijo por primera vez y mentalmente di: “No soy yo, es lo que TÚ crees que soy. Te devuelvo tu etiqueta”.
También hay que tener en cuenta que los demás (parejas, compañeros de trabajo, familiares cercanos, conocidos) nos transmiten mensajes cuando hablan de nosotros y que los almacenamos día a día. Veamos ejemplos de etiquetas/mensajes que pueden emitir sobre nosotros:
Es alcohólico/está en el paro/es un playboy/se ha casado tres veces/está siempre de bares/es un bala perdida/no tiene arreglo/es una mala persona
Recuerda que todos estos mensajes/etiquetas sólo son la percepción de alguien. Si te los han colocado, devuelve mentalmente a cada persona la etiqueta que te ha colgado. Puedes construirte nuevas y mejores etiquetas tú mismo, y que se adapten mejor a tu realidad íntima.
Si crees que puedes tener dificultades con tu autoestima recuerda que en Meraki Psicología Aplicada podemos ayudarte a superarlas.